sábado, 15 de febrero de 2014

Chirirachiq

Francis Bacon, Autorretrato, 1971.


LHC tenía en su vida algo que era un diamante: su alma, la cual algunos se dedican a opacar; otros, a pulir. Una vida desperdiciada como una fruta madura que se mosquea al humo de sus patillas. Una vida elevada por el humo de sus ojos, especialmente achinados, por efecto de la behetría. En todo caso, LHC tenía una vida para desbaratar a su antojo, como quien arma para desarmar, luego, un rompecabezas, talento que prodigaba, sin ton ni son, tanto belleza como ternura. Su vida informe fue hecha para no dejarse moldear por la solemnidad, dizque, de la rancia adultez. Qué si no sus aventuras estupefacientes. Qué si no sus odas al aserrín, a las esquinas que doblan corazones solitarios. Un solitario de neón empeñado en pasar el tiempo, pasa a ser el tiempo. Pero la figura del Chirirachiq es diferente, quizá más vanguardista, pues, éste pretende desperdiciar lo que no tiene. Sin un solo talento, ni una vida luminosa que opacar, ni vida opaca que iluminar. Sólo una vidita apenas, que le fue dada, quizás por error, quizás por horror. Como sea, el chirirachiq está empeñado en amar sólo lo que puede traicionar. Nada de lo que lo rodea permanece. Primer avistamiento: el chirirachiq tiene élitros de mostacho. Vuela lanzando flores de ceniza y pavitas encendidas para compartir la desesperación. Con dedos delicados toca teclados taiwaneses en las sonrisas de menta y neón de las enfermeras turquesas. No existen líricas ilusiones en su piel sino un día de playa inyectando carpas onanistas, lógicamente, alzadas bajo el verano y sus noches de topacio reventando veredas con movimientos ligeros.