miércoles, 26 de marzo de 2014

Segundo chirirachiq: el cirenaico

"El sabio no permite que el deseo lo aliene; antes bien, lo encauza a través del placer, único remedio a la libido"
                                                          Michel Onfray


Recuerdo esta expresión bastante usada en la secundaria: anda que te cache un burro o que te cache un burro ciego, o esas otras variaciones que, a través de agregados, le daban mayor tono cómico, verbigracia, que te cache un burro ciego en primavera. La dicción de la frase se daba de un solo tirón, rápidamente, como quien busca dar un correazo, de esos que suenan tanto como duelen. Era una de las tantas formas adolescentes de mandarse a la mierda. La imprecación tuvo un auge que coincidió con mis últimos años de secundaria, a pesar que en otro espacio, la pre, aquella frase era ya remota y poco se usaba. Sin embargo, siempre me pareció un insulto extraño. Entendía que cuando se lo decías a alguien era porque buscabas rebajarlo, convertirlo en un ser tan retorcidamente pasivo que merecía ser sodomizado por un animal, una bestia de carga famosa por sus dimensiones genitales. No sé si la frase, tal cual, se conoce y se usa en otros países. Pero es seguro que debe tener una parecida que exprese la misma idea, como aquella manchega, y casi evangélica, “que te den por el culo". Es evidente que el filo zoofílico es un ángulo más en un conjunto de aristas latentes y nerviosas, que es el mundo violento de chicos repletos de la más pura y desesperada arrechura.

Lo que me trae a la memoria al poeta rusticus, a lo Pound, de la provincia colombiana, la calurosa Cereté de Córdova: Raúl Gómez Jattin (1945-1997). Poeta excepcional que, en sus textos, blande su espíritu y su glande, cual príapo elevado y rotundo. Poseedor de una capacidad de expresión intensa que puede ser tanto festiva y dolorosa como tierna y socarrona. Diseminado entre los distintos temas sobre los que discurre con sencillez y maestría (la muerte, la locura, la familia, la memoria, las drogas, el amor, el deseo, etc.) destaca el tratamiento de un tópico propio de tierras australes y calientes: el de la arrechura verraca, una ‘llama de amor’ salvaje que impregna la voz del Raúl adulto al recordar su infancia inflamada por su precocidad sexual, la misma que se despierta con amiguitas núbiles, primos adolescentes y, claro, animales.

En su tercer libro, Del Amor (1982-1987), hay un puñado de poemas que grafican con desparpajo y deleite esta precocidad, destacan “La gran metafísica es el amor” y  “…Donde duerme el doble sexo”, pero es sobre este último que me gustaría reparar en este comentario. En él se hace una enumeración de ciertos animales de granja (gallina, pato, perra, pavo, pata, chancho, burro, yegua) bajo un sentido sexual, se justiprecian como virtudes sus condiciones fisiológicas para la penetración. Con aquel listado se propone una cosmovisión sexualizada, sustentada precisamente en la penetración como fuente de placer, la cual tampoco desdeña mujer siempre y cuando sea, al decir del poeta, “per angostam viam”. Precisamente, dicho rasgo que, según se nos cuenta sin aspavientos, aparece en su niñez se identifica y se elogia como el origen “limpio y puro” de su amor uraniano de adulto. Todo esto se resuelve de manera atinada bajo un tono coloquial popular que ve su realización en el verbo “culear” y más enfáticamente en una cita intervenida de Whitman:”ese culear con todo lo hermosamente penetrable(…) lo hace a uno gran culeador del universo todo culeado”. 

Guardando las distancias, hay una cierta similitud con la cosmovisión propuesta en la novela Canto de Sirena (1976) de Gregorio Martinez, donde el protagonista, el negro Candico, se nos presenta como el portador de una flama de amor desmesurada, la cual le permite entender el mundo desde un pansexualismo animista donde todo está dominado por el principio de la com-pene-trabilidad, aunque bajo una perspectiva naturalista, pues los elementos que se compenetran son siempre concebidos como macho y hembra. En cambio, para nuestro poeta poco importa el género ya que, literalmente, el objeto del placer lo es todo, animal, humano o, incluso, vegetal, pues de modositos sería desdeñar una buena fruta, como “una mata de plátano” (por estos lares, he escuchado, se opta por la papaya). Es pues Gómez Jattin, al menos en este poema, la esfinge de una arrechura pansexual y desbocada.
  

Imagen: Raúl Gómez Jattin

sábado, 8 de marzo de 2014

Las Suplicantes de Esquilo



Las danaides son las 41 (menos una) virgo africanas y sanguinarias de la antigüedad clásica. Su estado de gracia era mantener la pureza como ofrenda a la divinidad. De hecho, su padre, Danáo, y ellas se atribuían un origen divinizado. Por ello su pureza no podía ser manchada por la lasciva y negra mano de sus primos, hijos de su tío Egipto[1].
En Las Suplicantes, la tragedia de Esquilo, hay un diálogo corto pero delicioso. Se da justo después que el rey de Argos, Pelasgo, previa consulta con su pueblo, les otorgara asilo político. El mismo es justificado por el carácter sagrado que las identifica, a partir de su indumentaria y, sobre todo, porque son presentadas por su padre como vírgenes dedicadas al culto del dios de la hospitalidad: Zeus. Con ello se explicita el rasgo cultural (religioso) compartido con los argivos, dejando en claro que las tebanas podrán ser forasteras pero de ningún modo incivilizadas o bárbaras. El asilo las beneficiaba con el mandato ciudadano de ser protegidas ante cualquier amenaza o reparadas, por vía bélica, frente a cualquier afrenta. Es decir se les otorgaba el estatuto de ciudadanas de Argos.
Cuando los 41 hijos de Egipto, persiguiéndolas, tocan costas argivas, enteradas las danaides desatan lamentos e invocaciones, desesperadas frente al nefasto destino que les aguarda no solo a ellas sino al pueblo de Argos. En medio de ese anticlímax por la inminente tragedia, las sirvientas rematan la intensidad de la escena con una observación azas de patética, por amoral y blasfema: el hecho de ser sometidas a un himeneo contra su voluntad quizás no sea tan terrible, les sugieren audazmente a las alarmadas vírgenes. Oculto en el lado oscuro de su ‘buena’ intención, la inclinación al placer sexual de las sirvientas es contundente, despertando en las vírgenes tebanas, a pesar de su aflicción, su reciente condición de dueñas con servidumbre. De ahí que para ubicarlas en la respectiva jerarquía las interpelan con la siguiente pregunta:
-          ¿Con qué objeto os permitís hablar así?
No obstante su estado de subordinación, las sirvientas argivas responden con una omisión luminosa, señalando así su osada inclinación por el goce terrenal, en una suerte de manifestación cínica[2] frente a la autoridad. Replican:
-          Para apartar vuestra curiosidad de las cosas divinas.




[1] El lector debe recordar que las danaides descienden de Ío, ninfa que, a pesar de su negativa de entregarse a Zeus, es castigada por Hera. La celosa diosa la adorna con dos cuernos de vaca y no contenta con eso, además, la entrega en custodia al guardián de cien ojos, Argos. Después de la muerte de éste a manos de Hermes, le envía  el insufrible tábano, metáfora del aguijón del desasosiego,  con objeto que la persiga y atormente hasta la locura. Presa de ese sufrimiento personalizado, Ío huye o, será mejor decir, deambula, posesa de acedía y fuera de sí,  llegando hasta las orillas del Nilo. Allí, Zeus se compadece y la libera del tábano posando su mano sobre ella, con lo cual la embaraza.  Las danaides son su  descendencia.
[2] Hablamos, por su puesto, del cinismo histórico. No de lo que se entiende hoy en día por cinismo y que tiene como mayor exponente adhoc la figura del político público. La escena bien podría formar parte de las anécdotas corrosivas de esa antigua escuela helénica.